Capítulo I
I
La edad de los vapores narra los doce últimos días de vida del joven Paul Samuelson a partir del 8 hasta el 19 de noviembre de 176… en un suburbio obrero en la primera fase de la revolución industrial. El barrio obrero de Samuelson se encuentra en Glasgow y su industria se concentra en fundir el hierro con carbón de coque[1]. Las fábricas se agrupan en la cuenca del Ruhr para alimentar las máquinas de vapor indispensables para el pudelaje[2] del hierro. Son altas, enormes y sin una planificación urbanista proliferan sin ningún orden lógico. El humo que expulsan de las grandes chimeneas oscurecen las casas dándoles la apariencia de estar deshabitadas. Le dan también al cielo de Glasgow la constante de permanecer en tinieblas.
II
El joven Paul Samuelson ocupa su tiempo todas las mañanas en atender los reclamos de los trabajadores, lo mejor que pueda en la fundidora del señor Livingston. El día de ayer Dave Carmpton, un hombre de nueve años[3], pidió que se le cambiara de turno.
—Señor Samuelson el día de hoy termine mi jornada a las tres de la madrugada y como sabrá a esa hora le es imposible a uno volver a casa, más aun alguien como yo que vivo a cuatro millas y le temo —confeso con vergüenza fijando sus ojos en el endurecido suelo—, a la oscuridad de la noche. He tenido que dormir en el suelo sobre un viejo mandil de herrero y me he tenido que cubrir tan solo con mi chaqueta.
—Lamento que su petición no pueda ser atendida, señor... —el joven Paul Samuelson revisa de arriba hacia abajo con el índice el Libro Mayor en busca del nombre y apellido del peticionario; marcando la primera cruz al lado del nombre de Carmpton: “Cuando sumen tres será despedido”.
A menudo la rutina se repite. El obrero en cuestión alega una mejora en sus condiciones laborales, pero él siempre responde: Lamento que su petición no pueda ser atendida señor. En el fondo no es mala persona, necesita el empleo que es el de encargarse del programa de quejas. Fue idea del señor Livingston como un modo de hacerle creer a sus trabajadores de ser él un preocupado burgués que vela por su bienestar. Hace seis meses que trabaja en la fundidora del señor Livingston. Se encarga también de llevar las cuentas, de hacer los pagos, de inventariar todo aquello que pueda anotarse con un nombre, incluso pequeñas aristas de hierro que se cuelan en las agujereadas botas de los obreros. Todas las noches cuando sube los escalones que conducen a la oficina del señor Livingston, para entregarle el número exacto de barretas de hierro fabricadas en el día, recuerda mientras pisa el primero de los escalones, que rechina tanto como los dientes del joven Dave Carmpton cuando se queda a dormir en la fábrica, la razón de porque sus días se tornaron miserables en Glasgow. Dos años antes cursaba, gracias a una beca obtenida por mediación de su tutor, el señor Hallward, el segundo año de Leyes en la Universidad de Sangley, cerca a la localidad de Memshauder. Meses después el señor Hallward caería en desgracia al ser llevado a prisión por evasión tributaria. Sus bienes fueron confiscados y toda remota idea de heredarlo también. Las autoridades de la Universidad de Sangley vieron con malos ojos su permanencia y buscaron un pretexto para expulsarlo sin que esta razón sea vista como arbitraria e injusta y a la vez inapelable. Lo recordaba claramente porque los gritos de la señora Farlow, la vieja conserje de la Universidad de Sangley, aún resuenan en su memoria como los pretéritos acordes de un atabal primitivo.
III
Aquella noche estudiaba un manual de Carrara sentado en la silla que me heredó el anterior becario Thomas Mendiwelson: un muchacho escocés con barba roja, hálito a ron y colonia de roble en los sobacos. Por costumbre montañesa continuamente masticaba tabaco indio; imitaba en su rutina tanto a las reses que se le empezó a conocer como el rumiante rojo. Siempre mostraba orgulloso sus dientes de perro al reír, sus caninos superiores eran como dos estalactitas que cuelgan del techo de una cueva y ambarina debido al sarro.
Dos días antes de ahorcarse había concluido con el pintado de un lienzo, según él representaba la gallarda figura de su padre: un hombre maduro con barba roja y cejas gruesas, en los labios aprisiona una pipa tunecina, mientras se balancea en una mecedora de mimbre, y con los pies desnudos acaricia el lomo de un gato que intenta arañárselos. He observado muchas veces el cuadro desde diversos ángulos con la luz del sol y de la luna: es fantástico. Los trazos son firmes y bien pensados, y sorprende que el joven Mendiwelson alcanzara un nivel cercano al experto para el primer cuadro que hiciera, más aun, si jamás llevara estudio alguno en su natal Rambrisch. ¿El por qué un joven como Thomas Mendiwelson se mataría a los 21 años cuando descubría su verdadera vocación? Fue un misterio que ni el más veterano de los alquimistas pudiera develar, pues los misterios que encerramos en la mente no se aprisionan con rejas ni con llaves, ni esperan los conjuros de medianoche. Ni el paladar de Polifemo[4] podría decirnos a que sabe la mente de los hombres. Para esto es necesario solo decir: TE ENTIENDO. Esa es la clave. Te pude haber entiendo Mendiwelson a pesar que nos separa la distancia de siglos. Y no imaginas cuanto. ¿Cómo pude haberte entendido si me hubieras contado que muchas veces te sentiste diferente al lado de tus compañeros de estudios? ¿Cómo te hubiera apoyado cuando todos —porque fueron todos— te decían que carecías de talento? El talento lo tuviste siempre, solo necesitabas escucharlo, ¡escucharte! Pero te equivocabas siempre. Siempre esperaste escucharlo de tus padres, pero no fue así. De tus hermanos… Esperaste escucharlo de tu primera enamorada, pero ella nunca te lo dijo; tampoco lo hizo la segunda, de la cual te gustaron sus bellos ojos cafés; de la tercera nunca esperaste nada y hasta el último segundo de vida, mientras esperabas que tu cuello se rompiera (la especie humana, el animal más “racional” por antonomasia, valora o aprende a valorar más la vida cuando esta ya está concluyendo); y, los músculos de tu cuerpo se contraían, te preguntabas: ¿por qué me habría enamorado yo de ella?; y de la última ya no alcanzaste a pensar nada: la última resistencia de las vertebras de tu cuello finalmente cedían al peso de tu cuerpo.
Días después el rector de Sangley emitió un breve comunicado lamentando la muerte del perturbado Mendiwelson; pero omitiendo el suicidio por razones institucionales:
Es mi deber informar a la comunidad universitaria la lamentable pérdida física del becario Thomas Mendiwelson, en circunstancias aún no del todo esclarecidas. Rogamos que la piadosa mano de Nuestro Altísimo Señor recoja su alma inmortal…
Su habitación fue clausurada en espera de un nuevo becario, ignaro de todos los sucesos narrados. Tres años después, para el 19 de agosto, la ocuparía el joven Paul Samuelson.
El joven Samuelson no tuvo problemas en adaptarse al entorno universitario. Al mostrársele su recámara alabo el buen gusto de su antecesor para decorarla con aquel cuadro y que haya “olvidado” llevarse la silla, un velador y el esqueleto de la cama, por lo que, al menos, a su llegada, la encontró modestamente amueblada. Académicamente no era rentable. Se distraía fácilmente: la caída de un papel manchado de tinta; el vuelo distraído de una paloma estrellándose contra la ventana; Fergus, un amigo suyo, levantando el papel manchado y alcanzándoselo a Graham y éste a su vez prestándole una lapicera a Ulysses. Kensou Kobayashi, becario del imperio japonés, anotando la clase en ideogramas y Ferris Wallace aprovechando las aburridas clases de Historia jurídica en dibujar a los “salvajes” de los virreinatos españoles en papel amarillo.
En una noche clara de abril, Samuelson estudiaba un manual de Carrara sentado en la silla; descansaba el libro en el triángulo formado por sus piernas y a cada momento releía un mismo capítulo debido a que las luces de los cirios continuamente se apagaban a causa de una ligera brisa. En el corredor se oían tardos pasos y algunos tropezones. “Seguramente Kobayashi caminando sonámbulo otra vez”, pensó. La alcoba no había sufrido muchos cambios, le gustaba tal como se la habían entregado y a pesar que Mr. Hallward le ofreciera el tapizado de las paredes la rechazo.
Como en noches anteriores de inalterable soledad le gustaba dar un paseo por el corredor principal y si la puerta que quedaba al final de éste se encontraba abierta, bogaba hacia el patio para recostarse en una de las banquetas hasta que el frio resplandor de la Luna le cambie la expresión, solo entonces regresaría a su aburrida celda en espera del nuevo amanecer de un día odiosamente programado.
Se encontraba a dos pasos de la puerta que le permitía el acceso al patio cuando percibió un suave y desmayado olor a azucenas húmedas. Sus sentidos se estimularon febrilmente y ya no escuchaba más que los latidos del corazón. Un vaho surgió a través de una puerta mal cerrada; su olfato se aguzo como de un sabueso y lo ayudo a explorar a tientas, con los dedos, de puerta en puerta, en el laberinto de su imaginación. Cuando finalmente creía que iba a dar con la puerta un débil rastro balsámico lo tutelaba hacia la siguiente. Ignoraba el tiempo transcurrido, pero no tenía intenciones de declinar la búsqueda. En la mitad del dédalo creyó presionar un artificio con los pies y abrirse ante él un gran muro de piedra. Entro. Respiro la atmósfera y espero a que sus ojos se acostumbren a la oscuridad y cuando esto sucedía las formas se aclararon para él. Reconoció el lugar como un hermoso serrallo de sultán. Las paredes estaban forradas de delicada muselina y por donde mirase leía el nombre Helena bordado en hilos de plata. Sobre un gran lecho de rosas, tendida boca abajo, una helena[5] dormía. Su respiración emanaba un delicado y desmayado olor a azucenas húmedas. Su cuerpo exquisito, de muslos vermiformes, se cubría tan solo con flecos de muselina y uno de ellos cómodamente descansaba en su hendidura de durazno.
IV
Paul Samuelson era víctima de un estado similar al de los sueños (técnicamente el llamado estado oneroide: en donde el sujeto vive con gran nitidez, intensidad y realidad). Si una voz amiga lo hubiera despertado quizá las autoridades de Sangley no hubieran encontrado otro modo de expulsarlo.
¿Y quién era la helena de su alterada conciencia?
Era la hija mayor de la señora Farlow: una joven de caderas vigorosas, con bondad y rectitud en el espíritu; de no haberse enterado después de su nombre Paul Samuelson la habría llamado Bella; yo la llame Sibyl.
***
“Sibyl, apareces como la pasiflora[6] que crece a lo lejos
Y que en mi cuello se enreda hasta romperlo.
Naces de mí cada noche mientras duermo y me transmites la última estrella que completa el cielo.”
***
¿Por qué Sibyl dormía aquella noche en una habitación reservada solo a estudiantes?
— Señora Farlow (mujer de cincuenta años, alta y ligeramente encorvada con pecas en las manos y el rostro): Mi hija solo llego a ayudarme en la lavandería; la vi con mal semblante y no quise que me ayudara; pero ella insistió: ¿entiende? “Mamá déjame hacerlo”, dijo. Me ayudo en la lavandería con las sábanas y a tenderlas en los cordeles del patio. El contacto con el agua helada debió hacer que le suba la temperatura… quise que descansara en la única habitación desocupada que quedaba.
—Sibyl Farlow (bella joven de veintidós años: tez blanca, ojos negros, cabello largo y ondeado y de rostro armoniosamente simétrico; lo olvidaba: un acento encantador y una sonrisa que deja ver el cerco de sus dientes): Ayudo a mamá los días miércoles y sábados. Los otros días me ocupo de mis hermanos. Ya me sentía indispuesta cuando llegue, pero no quería que mamá hiciera sola todo. Ya no es joven y le tiemblan las manos cuando trabaja demasiado. Mamá me dijo que descansara en aquella habitación hasta que ella terminara de secar la ropa en la estufa.
¿Y si solo quería que descansara por qué permaneció en ella hasta muy entrada la noche?
—Sra. M.: Olvide despertarla porque estaba ocupada con el secado de la ropa.
¿Después?
—Sra. M.: Me quede dormida en la banqueta del patio.
¿Recuerda la hora en que despertó?
—Sra. M.: Alrededor de las tres de la madrugada. No lo recuerdo bien.
V
¿Qué hizo Ud. después de entrar en la habitación? ¿Lo recuerda?
—Paul Samuelson (Estudiante de leyes de veintiún años, cabello ondulado y negro): ¿Me puedo retirar? Ustedes pierden su tiempo y pierden el mío también. Si tienen que acusarme haré del destinatario correcto. Todos los cargos son míos y si el número no los satisfizo los ayudare a conjeturar cuales podrían aumentar la cuenta. Ya hice mis descargos y no tiene sentido prolongar más éste estúpido interrogatorio.
¡Usted circunscríbase a responder a nuestras preguntas y le prometemos que terminaremos lo antes posible! ¡Bien! ¿Qué hizo Ud. después de entrar en la habitación? ¿Lo recuerda?
Paul Samuelson lo recordaba claramente. Como no recordarlo… no era lo mismo como recordar el primer llanto, el primer beso o la primera vez que hacemos el amor (siempre tan embarazoso este último); pero era un recuerdo tibio, húmedo y transparente como cuando degustamos el paladar de nuestra segunda enamorada; aquí ya aprendimos a besar y si aún no lo sabes perdona que te llame reprimido (a)…; al cerrarse mis ojos la hija de la memoria me guiaba por un sendero oscuro, yo miraba aquella sombra como se miran a las nubes de un cielo alegre: tratando inútilmente de encontrarle forma. Ciertamente el joven Paul Samuelson había despertado guiado o no por una sombra a dos pasos del cuerpo de Sibyl… ella inconscientemente se había despojado de sus ropas; quizá el requerimiento silencioso de la fiebre que la devoraba internamente.
Paul Samuelson, hombre al fin, actuó correctamente[7]: seducido por aquel suave y desmayado olor a azucenas húmedas se sentó cerca a ella acariciando su espalda con un deseo ardiente que le obligaba a suminístrale fricciones cada vez más valientes… a pesar de ello Sibyl no despertaba: un sueño de siglos la retenía.
Con las dos manos puestas sobre el cuerpo de Sibyl, Paul Samuelson, sintió que la savia de la lujuria ascendía a través de sus dedos como raíces hundidas en el cuerpo de Sibyl; era la tierra otra vez en actitud de entrega. Bendito cuerpo de mujer, hermoso como ninguno, nunca antes ni después serás tan bello como ahora. Te echare mano como lo hace un labriego que socaba la tierra, cavare en ti, con el pico en las manos expoliare tus tesoros más celados y marcaré en mi pecho tu pubis rosa, más rosa ahora…
Lamentablemente la señora Farlow interrumpiría su sueño en el patio debido a que un lepidóptero nocturno molestara uno de sus párpados con su vuelo de planeador[8]. Cuando la señora Farlow penetró en la habitación sostenía en las manos una bacía con agua fresca y una pañoleta, al encontrar a Paul Samuelson en actitudes impropias (Samuelson estaba con los pantalones remangados hasta los tobillos) lanzo un grito tan aterrador que resonó en los oídos de los demás estudiantes que dormían en aquel momento despertándolos en el acto.
Paul Samuelson corrió a través del pasadizo y logro saltar con esfuerzo una empalizada, pero no logro burlar el perímetro de la ciudad que era Sangley; ya que, las puertas estaban cerradas y el vigilante de turno aun no llegaba; lo habría forzado a que se las abriera.
Después solo recordaba ser sujetado de los hombros por numerosas manos que le asfixiaban; vi los rostros deformados por la ira de quienes lo arrastraban de vuelta al corredor: Lo golpeaban; le escupían; la frente le sangraba e inundaba sus ojos; de tener látigos lo hubieran flagelado cuarenta veces hasta que perdiera el conocimiento.
Al despertar y abrir los ojos, borrosamente reconoció una alta silueta con gabardina y sombrero de alas.
El hombre de la gabardina era el inspector de policía Herr Dolichs. Este deslizo una saboneta[9] dorada entre sus dedos, presiono el resorte de la tapa y se la acerco al rostro: “Ve que hora son. ¡Mire! Son un cuarto para las cuatro. Siéntase afortunado. La madre de la joven no presentara cargos. Dice que es suficiente con la paliza que le dieron. Pero dese por expulsado de Sangley.”
VI
¿Por qué Sibyl no despertaba?
Al parecer la madre le suministro una infusión de yerbas para dormir, siguiendo la creencia popular que la fiebre se cura guardando cama, lo cual no deja de tener asidero galénico.
¿De dónde provenía exactamente aquel suave y desmayado olor a azucenas húmedas?
Nunca se supo realmente. Al parecer Paul Samuelson solo lo imagino. Pero algunos aseguraron que aquel suave y desmayado olor a azucenas húmedas provenía de un frasco abierto dejado por algún estudiante de química.
¿Hasta qué punto avanzo Paul Samuelson en el cuerpo de Sibyl?
No se me autorizo contarles, pero es obvio, tengan un poco de imaginación.
¿Cuándo sucedió?
El 11 de febrero, día miércoles.
Capítulo II
I
A lo lejos el promontorio de la bahía de Saint Marcus se va oscureciendo bajo una niebla que la coge desde abajo como garra. Algunos albatros sobrevuelan las olas con el pico amenazante recordando a reptiles prehistóricos y pequeñísimos cangrejos con sus tenazas desproporcionadas atacan el sargazo enredado en los pilones del muelle.
Paul Samuelson desde la ventana de la oficina del señor Livingston alcanza a ver el vuelo de los albatros. Mientras que su jefe se entretiene revisando un libro con datos y números aburridos.
—La producción ha disminuido en un 5%—dijo enérgico el señor Livingston—. Sepa Usted que estas cifras me indignan. ¿No habrá abusado de las prerrogativas que le he dado?
—Claro que no, señor Livingston—respondió sorprendido el joven Paul Samuelson.
—Me lo imaginaba—dijo el señor Livingston cerrando el libro—. Yo confió en usted. Pero no confió en esta gente a la que le doy trabajo.
—¿Por qué señor?
El señor Livingston se levanta del escritorio haciendo caer papeles y se acerca caminando a la ventana con vista a la bahía. Sin duda alguna se domina no solo la bahía sino la alta torre de granito y un castillo en ruinas. Y dicen estúpidamente que la voz del pueblo es la voz de dios. Hace ya cien años que lo incendiaron los brutos de… Se… Ca… en el levantamiento…
—Es simple. Esta gente es la masa bruta, una fuerza sin norte que necesita de una mente inteligente que los guie—dijo el señor Livingston—. Dadle buen trato y te lo retribuirán con holgazanería. Esta gente solo ha nacido para obedecer y los que no… y los que no (se contuvo el señor Livingston)…
— ¿Y los que no, señor?—pregunto desconcertado el joven Samuelson.
— Están exigiendo derechos que por nacimiento le están negados. Exigen igualdad, pero desconocen los alcances de esta bellísima palabra. Creo en la igualdad y la defendería a muerte. Pero la igualdad entre mis iguales—dijo el señor Livingston dando un palmazo en la ventana, tan fuerte que desencajo una de sus lunas—. Pero que sabrán de igualdad estos brutos que no saben más que rumiar las palabras. Yo no tengo ningún respeto por quien no haya leído a Aristóteles[10], mucho menos los que con gran esfuerzo se les hace difícil escribir su nombre. Tampoco creo en las democracias con voto universal… Yo no sé cuántos libros he leído a lo largo de mi vida, pero mi voto valdría lo mismo que el voto de un hombre que desconozca el significado de esta última palabra.
—Bueno, al menos es un error posible de enmendar—dijo el joven Paul Samuelson con claras intenciones de congraciarse con lo dicho por el señor Livingston.
—Eso es. Un error posible de enmendar. En todo caso se podría experimentar en América (sonrió el señor Livingston).
II
P A L A B R A… materialización de los pensamientos, concretización, conjunto armonioso de silabas, sonido articulado… la palabra de Dios… no… dijo solo palabra… quien no conoce su significado es un pobre imbécil… pero no todos tenemos las mismas oportunidades… Como Dave Carmpton, pobre niño, solo nueve años y ya tiene que trabajar. El día de ayer le convide pastel de carne; no espero a que le alcance un tenedor para comerlo; guardo la mitad para su hermana menor… yo le di la mía para que se la dé a ella y el pueda acabarse la suya. Fue cuando dijo: “Mañana ya no tendré que preocuparme por comprar algo que comer, sabe porque, mamá nos enseño a mi hermana y a mí que es una mala costumbre querer comer todos los días”. Cuando se es niño se dicen muchas cosas sin pensar, pero sin dejar de lado el ingenio: MALA COSTUMBRE QUERER COMER TODOS LOS DÍAS. Me hizo reír el día de ayer que fue ocho de noviembre; yo cumplo años los ocho de este mes. Casi lo había olvidado cuando desperté…, para celebrarlo compre pastel de carne… Decirle a Dave Carmpton que si sigue respirando todo el humo de las calderas no crecerá, no creo que le preocupe. Quizá también me responda que crecer mucho es una mala costumbre. Lástima que no pueda cambiarle de turno como quiere. A pesar de su madurez sigue siendo un niño: le teme a la oscuridad… a los árboles fantasmales que su mente cultiva a lo largo de las cuatro millas hasta su casa. Pequeña y húmeda. Lo son todas así en Villa Progress, dibujadas con el mismo lápiz y pintadas con mano ociosa… Las personas en Glasgow suelen ser de oídos duros, pero yo siempre disfruto escuchando a los demás… aunque algunas veces haya visto a los demás por encima del hombro, sé muy bien que es una estupidez… estoy tratando de cambiar, lo estoy tratando… Hubo un escritor español, me parece que fue Cela, quien escribió una vez que todos los hombres venimos al mundo del mismo modo, en cueros[11], pero es el destino quien nos va variando como si fuésemos de cera y conduciéndonos inexorablemente hacia el mismo fin: la muerte[12]. Y tenía razón.
Todas las mañanas me siento como el verdugo de Dave Carmpton, Carl Blackwood, James Grose, John Dess… el verdugo de todos los que trabajan en esta maldita fundidora... Es curioso, pero si uno desciende por la colina se percatara de que lo irá haciendo en forma circular, hasta llegar a la fundidora del señor Livingston. Es como el infierno de Dante: un cono invertido en cuyo centro Lucifer espera hambriento con sus alas de murciélago congeladas. Un infierno distinto a este… aquí quemamos a los inocentes, hace algunos meses dos jóvenes murieron en un terrible accidente cuando el contenido de las calderas se rebalsó. Uno de ellos murió con la boca horriblemente deformada como la silueta de un murciélago de alas extendidas. El segundo no aguanto más de dos días. Gracias al cielo. Algunas veces la muerte resulta la mejor medicina ante el dolor. El señor Livingston pago a cada viuda tres libras y cuatro peniques. Como si eso bastara.
Sé que me odian, pero por qué odiarme. Al igual que ellos yo también realizo un trabajo, quizá envidien la comodidad del mío. Mas solo es porque poseo competencias administrativas. Debo de cuidarme de ellos. He oído que Carl Blackwood esta instigando a los demás en mi contra. Solo trabajare hasta el 20 de noviembre, no más, posiblemente el señor Livingston me pida que lo reflexione mejor, que otro trabajo como este no encontrare… pero no importa… ahora ya nada me importa. Como si el dinero lo fuera todo. Malditos burgueses creen tener la razón tan solo porque revientan de dinero y de indigestión. Porque pasean por el Boulevard de los Ricos con criados que les carguen los sombreros si no hace sol, pero, eso sí, nunca dejan de repiquetear en la vereda la punta de sus bastones porque les da estatus y el estatus y el qué dirán es el néctar del cual se alimentan todos los días.
III
Una semana después los lirios silvestres despertaron más perfumados. En la ribera del Ruhr las tuberosas, con pétalos en forma de lágrima, se amarillan con el sol de la mañana. El día nace azul y silencioso y por un momento, tan solo por un momento, si se cierra los ojos y se libera la mente se pueden escuchar los sonidos que el mundo guarda.
El joven Paul Samuelson acababa de cerrar los ojos cuando tuvo que abrirlos para atender la queja del joven Dave Carmpton quien por segunda vez exigía el cambio de horario. Paul Samuelson tan solo respondió y actuó como se le había indicado, marcando la segunda cruz al lado del nombre de Carmpton. La penúltima cruz: con la tercera lo despediré.
Lejanos estaban los días en los que recordaba su paso por Sangley. Peregrino un tiempo por Memshauder con la esperanza de ser admitido por alguna universidad, pero sin éxito y ya sin recursos decidió regresar a su natal Rambrisch, pero al no encontrar empleos dignos y bien remunerados se traslado a la vecina Glasgow. El presentarse como un eficiente administrador no resulto en las numerosas fundidoras cuyos propietarios no le prestaban la menor atención. Sin dinero y desesperado la idea del suicidio transitaba por primera vez en su vida.
Se le informó que descendiendo por una colina, donde antes una torre y un castillo se erguían, una nueva fundidora se había construido y que requería constantemente de obreros y que quizá el dueño, un oscuro burgués del que nada se conocía salvo que provenía al igual que Samuelson de Rambrisch, se interesaría en contratarlo como administrador pues el número de sus empleados aumentaba diariamente al igual que la demanda del hierro forjado. Erase el apogeo de la primera revolución industrial. Glasgow pasó de ser en pocos años una villa de pequeños terratenientes al arquetipo de ciudad industrial que las demás villas se esforzaban por imitar. Por primera vez se empezaron a construir edificios que superaban los cuatro niveles por el empleo de barretas de hierro en los postes y dinteles. Gracias al Ruhr las fábricas no tuvieron que canalizar el agua del Versch. La población aumento considerablemente por la migración, así como las ratas y las epidemias que el departamento de sanidad se encargaba periódicamente en controlar. Las calles se tugurizaron por mercadillos informales y era común el aniego por el rebalse de las cloacas. Las ratas y los niños fruteros aprovechaban el caos.
Paul Samuelson llego a la fundidora Livingston un jueves por la mañana. Preocupado no estaba. Se sincero. Si, es verdad. Pregunte por el señor Livingston pero unas diligencias de algunas horas lo mantendrían alejado de la fundidora hasta el atardecer. Decidí esperarlo a un lado de las escaleras que conducían a su oficina. A primera vista podía ver que mis servicios le serian ventajosos. Los obreros más experimentados empleaban más tiempo del necesario en aleccionar a los nuevos y esto hacia que descuidaran el correcto pudelaje del hierro. Otros holgazaneaban a falta de un supervisor y uno que otro era un obrero ineficiente que merecía el despedido.
El señor Livingston llego a la hora del té. Vestía su acostumbrado capote azul y sombrero de copa alta. Le tomo más trabajo del necesario salir del carruaje; pues me había luxado el tobillo hace dos días mientras bajaba las escaleras de la oficina. La primera impresión que se figuro Samuelson fue la de un burgués como cualquier otro, es decir, obsequioso con los suyos, pero de trato desigual y duro contra quien no era digno de merecer su respeto.
Capítulo II
I
A lo lejos el promontorio de la bahía de Saint Marcus se va oscureciendo bajo una niebla que la coge desde abajo como garra. Algunos albatros sobrevuelan las olas con el pico amenazante recordando a reptiles prehistóricos y pequeñísimos cangrejos con sus tenazas desproporcionadas atacan el sargazo enredado en los pilones del muelle.
Paul Samuelson desde la ventana de la oficina del señor Livingston alcanza a ver el vuelo de los albatros. Mientras que su jefe se entretiene revisando un libro con datos y números aburridos.
—La producción ha disminuido en un 5%—dijo enérgico el señor Livingston—. Sepa Usted que estas cifras me indignan. ¿No habrá abusado de las prerrogativas que le he dado?
—Claro que no, señor Livingston—respondió sorprendido el joven Paul Samuelson.
—Me lo imaginaba—dijo el señor Livingston cerrando el libro con firmeza—. Yo confió en usted. Pero no confió en esta gente a la que le doy trabajo.
—¿Por qué señor?
El señor Livingston se levanta del escritorio haciendo caer papeles y se acerca caminando a la ventana con vista a la bahía. Sin duda alguna se domina no solo la bahía sino la alta torre de granito y un castillo en ruinas. Y dicen estúpidamente que la voz del pueblo es la voz de dios. Hace ya cien años que lo incendiaron los brutos de… Se… Ca… en el levantamiento…
—Es simple. Esta gente es la masa bruta, una fuerza sin norte que necesita de una mente inteligente que los guie—dijo el señor Livingston—. Dadle buen trato y te lo retribuirán con holgazanería. Esta gente solo ha nacido para obedecer y los que no… y los que no (se contuvo el señor Livingston)…
— ¿Y los que no, señor?—pregunto desconcertado el joven Samuelson.
— Están exigiendo derechos que por nacimiento le están negados. Exigen igualdad, pero desconocen los alcances de esta bellísima palabra. Creo en la igualdad y la defendería a muerte. Pero la igualdad entre mis iguales—dijo el señor Livingston dando un palmazo en la ventana, tan fuerte que desencajo una de sus lunas—. Pero que sabrán de igualdad estos brutos que no saben más que rumiar las palabras. Yo no tengo ningún respeto por quien no haya leído a Aristóteles, mucho menos los que con gran esfuerzo se les hace difícil escribir su nombre. Tampoco creo en las democracias con voto universal… Yo no sé cuántos libros he leído a lo largo de mi vida, pero mi voto valdría lo mismo que el voto de un hombre que desconozca el significado de esta última palabra.
—Bueno, al menos es un error posible de enmendar—dijo el joven Paul Samuelson con claras intenciones de congraciarse con lo dicho por su jefe.
—Eso es. Un error posible de enmendar. En todo caso se podría experimentar en América (sonrió el señor Livingston).
II
P A L A B R A… materialización de los pensamientos, concretización, conjunto armonioso de silabas, sonido articulado… la palabra de Dios… no… dijo solo palabra… quien no conoce su significado es un pobre imbécil… pero no todos tenemos las mismas oportunidades… Como Dave Carmpton, pobre niño, solo nueve años y ya tiene que trabajar. El día de ayer le convide pastel de carne; no espero a que le alcance un tenedor para comerlo; guardo la mitad para su hermana menor… yo le di la mía para que se la dé a ella y el pueda acabarse la suya. Fue cuando dijo: “Mañana ya no tendré que preocuparme por comprar algo que comer, sabe porque, mamá nos enseño a mi hermana y a mí que es una mala costumbre querer comer todos los días”. Cuando se es niño se dicen muchas cosas sin pensar, pero sin dejar de lado el ingenio: MALA COSTUMBRE QUERER COMER TODOS LOS DÍAS. Me hizo reír el día de ayer que fue ocho de noviembre; yo cumplo años los ocho de este mes. Casi lo había olvidado cuando desperté…, para celebrarlo compre pastel de carne… Decirle a Dave Carmpton que si sigue respirando todo el humo de las calderas no crecerá, no creo que le preocupe. Quizá también me responda que crecer mucho es una mala costumbre. Lástima que no pueda cambiarle de turno como quiere. A pesar de su madurez sigue siendo un niño: le teme a la oscuridad… a los árboles fantasmales que su mente cultiva a lo largo de las cuatro millas hasta su casa. Pequeña y húmeda. Lo son todas así en Villa Progress, dibujadas con el mismo lápiz y pintadas con mano ociosa… Las personas en Glasgow suelen ser de oídos duros, pero yo siempre disfruto escuchando a los demás… aunque algunas veces haya visto a los demás por encima del hombro, sé muy bien que es una estupidez… estoy tratando de cambiar, lo estoy tratando… Hubo un gran hombre que escribió una vez que todos los hombres venimos al mundo del mismo modo, en cueros, pero es el destino quien nos va variando como si fuésemos de cera y conduciéndonos inexorablemente hacia el mismo fin: la muerte. Y tenía razón.
Todas las mañanas me siento como el verdugo de Dave Carmpton, Carl Blackwood, James Grose, John Dess… el verdugo de todos los que trabajan en esta maldita fundidora... Es curioso, pero si uno desciende por la colina se percatara de que lo irá haciendo en forma circular, hasta llegar a la fundidora del señor Livingston. Es como el infierno de Dante: un cono invertido en cuyo centro Lucifer espera hambriento con sus alas de murciélago congeladas. Un infierno distinto a este… aquí quemamos a los inocentes, hace algunos meses dos jóvenes murieron en un terrible accidente cuando el contenido de las calderas se rebalsó. Uno de ellos murió con la boca horriblemente deformada como la silueta de un murciélago de alas extendidas. El segundo no aguanto más de dos días. Gracias al cielo. Algunas veces la muerte resulta la mejor medicina ante el dolor. El señor Livingston pago a cada viuda tres libras y cuatro peniques. Como si eso bastara.
Sé que me odian, pero por qué odiarme. Al igual que ellos yo también realizo un trabajo, quizá envidien la comodidad del mío. Empero solo es porque poseo competencias administrativas. Debo de cuidarme de ellos. He oído que Carl Blackwood esta instigando a los demás en mi contra. Solo trabajare hasta el 20 de noviembre, no más, posiblemente el señor Livingston me pida que lo reflexione mejor, que otro trabajo como este no encontrare… pero no importa… ahora ya nada me importa. Como si el dinero lo fuera todo. Malditos burgueses creen tener la razón tan solo porque revientan de dinero y de indigestión. Porque pasean por el Boulevard de los Ricos con criados que les carguen los sombreros si no hace sol, pero, eso sí, nunca dejan de repiquetear en la vereda la punta de sus bastones porque les da estatus y el estatus y el qué dirán es el néctar del cual se alimentan todos los días.
III
Una semana después los lirios silvestres despertaron más perfumados. En la ribera del Ruhr las tuberosas, con pétalos en forma de lágrima, se amarillan con el sol de la mañana. El día nace azul y silencioso y por un momento, tan solo por un momento, si se cierra los ojos y se libera la mente se pueden escuchar los sonidos que el mundo guarda. Pero todo es falso, porque pronto la luz se ira, las flores perderán su color y se apagaran en un proceso inexorable como es la muerte. Al igual que las flores, también nosotros nos marchitaremos y moriremos. Unos antes que otros.
El joven Paul Samuelson acababa de cerrar los ojos cuando tuvo que abrirlos para atender la queja del joven Dave Carmpton quien por segunda vez exigía el cambio de horario. Paul Samuelson tan solo respondió y actuó como se le había indicado, marcando la segunda cruz al lado del nombre de Carmpton. La penúltima cruz: con la tercera lo despediré.
Lejanos estaban los días en los que recordaba su paso por Sangley. Peregrino un tiempo por Memshauder con la esperanza de ser admitido por alguna universidad, pero sin éxito y ya sin recursos decidió regresar a su natal Rambrisch, pero al no encontrar empleos dignos y bien remunerados se traslado a la vecina Glasgow. El presentarse como un eficiente administrador no resulto en las numerosas fundidoras cuyos propietarios no le prestaban la menor atención. Sin dinero y desesperado la idea del suicidio transitaba por primera vez en su vida.
Se le informó que descendiendo por una colina, donde antes una torre y un castillo se erguían, una nueva fundidora se había construido y que requería constantemente de obreros y que quizá el dueño, un oscuro burgués del que nada se conocía salvo que provenía al igual que Samuelson de Rambrisch, se interesaría en contratarlo como administrador pues el número de sus empleados aumentaba diariamente al igual que la demanda del hierro forjado. Erase el apogeo de la primera revolución industrial. Glasgow pasó de ser en pocos años una villa de pequeños terratenientes al arquetipo de ciudad industrial que las demás villas se esforzaban por imitar. Por primera vez se empezaron a construir edificios que superaban los cuatro niveles por el empleo de barretas de hierro en los postes y dinteles. Gracias al Ruhr las fábricas no tuvieron que canalizar el agua del Versch. La población aumento considerablemente por la migración, así como las ratas y las epidemias que el departamento de sanidad se encargaba periódicamente en controlar. Las calles se tugurizaron por mercadillos informales y era común el aniego por el rebalse de las cloacas. Las ratas y los niños fruteros aprovechaban el caos.
Paul Samuelson llego a la fundidora Livingston un jueves por la mañana. Preocupado no estaba. Se sincero. Si, es verdad. Pregunte por el señor Livingston pero unas diligencias de algunas horas lo mantendrían alejado de la fundidora hasta el atardecer. Decidí esperarlo a un lado de las escaleras que conducían a su oficina. A primera vista podía ver que mis servicios le serian ventajosos. Los obreros más experimentados empleaban más tiempo del necesario en aleccionar a los nuevos y esto hacia que descuidaran el correcto pudelaje del hierro. Otros holgazaneaban a falta de un supervisor y uno que otro era un obrero ineficiente que merecía el despedido.
El señor Livingston llego a la hora del té. Vestía su acostumbrado capote azul y sombrero de copa alta. Le tomo más trabajo del necesario salir del carruaje; pues me había luxado el tobillo hace dos días mientras bajaba las escaleras de la oficina. La primera impresión que se figuro Samuelson fue la de un burgués como cualquier otro, es decir, obsequioso con los suyos, pero de trato desigual y duro contra quien no era digno de merecer su respeto.
Capítulo III
I
El cadáver de Dave Carmpton fue hallado flotando en el Ruhr la mañana del 19 de noviembre de 176..., su pequeña presencia se había extinguido. Sus manos se aclararon aun mas, su rostro congelado se asemejaba a la de un querubín estrellado en la tierra. Su infortunio fue intentar regresar a su hogar bajo el ataque de una intensa tormenta de nieve. Sin embargo, lejos de afear, la blanca nieve en Glasgow solía ser recibida con agrado por los ciudadanos. La nieve cubría con su manto las miserias. Maquillaba las casas cubriendo sus ennegrecidas paredes y tejados. La fetidez acostumbrada por el rebalse de las cloacas disminuía así como el número de ratas. Para los ricos era momento de vestir sus mejores pieles. La nieve al mediodía dotaba de mayor luz a una ciudad acostumbrada a vivir en tinieblas a causa de las chimeneas de las fábricas. Aquella mañana Glasgow despertó aletargada por las bajas temperaturas.
Los obreros, indignados por la muerte del pequeño compañero, con Carl Blackwood a la cabeza, tomaron el control de la fundidora. El jefe de la policía metropolitana, Ulysses Brave, intento inútilmente llegar a un acuerdo con ellos.
II
—Ulisses Brave (un típico agente al servicio de la sociedad): Los obreros de la fundidora Livingston se atrincheraron dentro de esta. Habían tomado como rehén al administrador bajo serias amenazas de asesinarle si el señor Livingston no accedía a sus petitorios. ¡Era imposible! Aquellos exigían derechos impensables, vivían y bebían de su propia entelequia. Buscar que un burgués como el señor Livingston accedería a tan solo uno de sus reclamos. Para empezar el joven murió fuera de la fábrica, por lo mismo, el señor Livingston no estaba obligado a indemnizarle a la madre de este. Moralmente quizá, pero ¿quién se deja guiar por el camino correcto que es obedecer a la moral? Al inicio, debo reconocerlo, sus peticiones eran del todo comprensibles. Se tendría que ser rígido como el hierro mismo con el que trabajan para no reconocer las condiciones en las que vivían.
—¿Murieron 24 obreros?
—U. B.: Así es, hubo que usar la fuerza pública. Entienda que no se pudo negociar después que provocaran la muerte del señor Samuelson asfixiándolo con las emanaciones de la caldera.
— Señor Livingston (Dueño de la fundidora, hombre adinerado y respetado. Luce el cabello encanecido como todo hombre que sobrepasa los 60 años. Lleva una pretina dorada con la hebilla enmarcada con sus iníciales de esta forma: C.L.): Apoye con energía el proceder del señor jefe de la policía metropolitana. La misma energía con la que construí mi fortuna. Usted debe saber que nadie me regalo a mi nada. Cada posesión que tengo es producto de mi esfuerzo. Si buscan ser como yo, solo hay un camino a elegir: el trabajo duro. Póngase en mi lugar. ¿Cómo reaccionaría si le intentaran quitar lo que por derecho propio se lo gano?
—No le importo la vida de su empleado. El señor…
—S.L.: Dígame una guerra en la que no hubo una muerte que lamentar. Desafortunadamente la vida que se perdió fue la del joven Samuelson. La guerra contra los desposeídos que buscan reivindicaciones negadas por la razón y la naturaleza continuara después de mí. Es el destino de los que nacieron al otro lado del rio…
El señor Livingston hace una pausa, parece confundirse con sus palabras, se toma su tiempo para ordenarlas y continuar:
—S.L.: Sentía un aprecio por el joven Samuelson, me reconocía en él. ¿Alguna vez ha sentido lo mismo? Entonces no ha vivido lo suficiente. Usted no es quien para juzgarme. Me marcho.
—Carl Blackwood (obrero de cuarenta años. De manos callosas y hombros desnivelados): ¿Tiene tabaco?
—Lo siento, no acostumbro fumar.
—C.B.: No es importante. ¿Qué desea saber? No puedo impacientar a mis verdugos. Perdone si me adelanto. Si, no me arrepiento de nada. Le dije al presbítero lo mismo. Y se lo repito a Usted. No hay nada de lo que se pueda arrepentir un hombre honesto.
Epilogo
El joven Paul Samuelson creyó tener la boca sucia por un momento, sintió un relevo de resistencia o más bien uno de incomodidad. La noche anterior no había tenido tiempo para salir, así que habíase quedado a dormir en la fundidora. Por suerte suya, el joven Dave Capmton olvido su gruesa chaqueta.
Por la ventana del tercer piso un hombre a viva voz grito: ¡Amigos vengan, tenemos a uno de estos burgueses con nosotros!
Una vez más, aun sin despertar del todo, el joven Paul Samuelson creyó vivir con escalofriantes detalles esa pesadilla llamada Sangley. Sintió ser sujetado por numerosas manos; sin embargo, aquellos rostros deformados ya no parecían extraños, reconocía muchos de ellos. Podría incluso llamar a cada uno por su nombre. Si, al menos cada uno de ellos tenía una cruz marcada en el libro.
Se le sentó y amarro a una silla. El obrero de los hombros desnivelados, Carl Blackwood, le pregunto:
—Esa chaqueta que lleva puesta, ¿sabe de quién es?
—Paul Samuelson (un ex estudiante de leyes de veinticuatro años, cabello ondulado y negro): Creo saber de quién.
—C. B.: Le perteneció a Dave Carmpton. Esta mañana lo encontraron muerto.
Paul Samuelson exhalo una bocanada de aire helado. Miro a sus captores con ojos complacientes, para decir:
— “Todos los niños tienen derecho a soñar, solo que a mí se me despertó antes de tiempo”, me dijo antes de despedirse. Ahora finalmente sueña, dejadle así.
Fin
JCDM
[3] En la vieja Inglaterra, a mediados del siglo XVIII, eran común el empleo de niños en labores que hoy en día escandalizarían al más escéptico de nuestros contemporáneos. Se les contrataba con magros sueldos en las minas de carbón, donde el duro trabajo les deformaba los huesos, o en las fábricas textiles y/o fundidoras donde la escasa ventilación mermaba seriamente las vías respiratorias de los pequeños obreros. Hoy por hoy creemos (o si no creemos nos da igual) que la humanidad ha aprendido del alto costo del desarrollo (el denominado “Capitalismo salvaje”). Los Tratados de Libre Comercio (TLC) hacen siempre hincapié en la legislación laboral tanto adulta como infantil. Pero que hacen sus gobiernos (presionados por lobbys empresariales), sino acelerar la firma de los tratados comerciales sin la implementación y/o corrección de las referidas legislaciones. Es lamentable que aun existan niños-hombres como Dave Carmpton, si bien es cierto, ya no con el perfil anglosajón, pero si con el latinoamericano, asiático y africano. ¿Y, qué ha hecho la globalización? Pues inyectar el capital de las transnacionales en países “emergentes” (eufemismo de “subdesarrollados” y/o “tercermundistas”) para abaratar costos de manufactura con mano de obra barata. Es así como usamos zapatillas, cosidas con los sueños de niños vietnamitas, chinos o tailandeses, de las más reputadas marcas, que adquirimos en los exclusivos escaparates de los centros comerciales de todo el mundo. Quizá ahora en el anular de una bella joven esté siendo colocado un aro matrimonial engarzado de un precioso diamante que brilla tanto como los ojos de la novia y la sonrisa del novio, la familia celebra hasta muy entrada la noche el compromiso. Los novios descansan en cómodas camas, mas el niño “diamantero” del África seguirá trabajando y no tiene los ojos brillantes, pues ni siquiera puede parpadear, ya que los tiene fijos en el taladro y la sonrisa no es más que una entelequia. Citamos al niño minero de Puno y al niño ladrillero de Ica como ejemplos locales para no sentirnos indiferentes a la realidad. Recuerden que de niños tuvimos el derecho a soñar, no despertemos a otros antes de que cumplan con ese sueño.
[5] Helena: juego de palabras. Helena hace referencia a mujer bella y exótica o al nombre propio de mujer.
[6] Planta originaria de Sudamérica y de la India Oriental. Otros nombres con los que se la conoce son: Pasionaria o flor de la Pasión. Forma un tallo de hasta 5 m de largo, desnudo, delgado y trepador en cuya base se disponen alternas las hojas cuneiformes. Mannfried Pahlow, “El gran libro de las plantas medicinales”. Editorial Everest, pág. 390. España, 1979.
[10] En la “Política”, Aristóteles hace un recuento de la superioridad natural que es aquella que convierte a unos hombres en gobernadores y a otros en gobernados. Planteamiento lamentablemente aceptado por siglos y que justifico el gobierno de los reyes y de los nobles sobre los pueblos y que tendría su mayor apogeo en la Edad Media (época oscura que tendría su punto de quiebre con el advenimiento del Renacimiento).
[12] Leer el primer párrafo de la novela “La familia de Pascual Duarte” del nobel español Camilo José Cela. El mismo autor de “La colmena”.
Capítulo I
I
La edad de los vapores narra los doce últimos días de vida del joven Paul Samuelson a partir del 8 hasta el 19 de noviembre de 176… en un suburbio obrero en la primera fase de la revolución industrial. El barrio obrero de Samuelson se encuentra en Glasgow y su industria se concentra en fundir el hierro con carbón de coque[1]. Las fábricas se agrupan en la cuenca del Ruhr para alimentar las máquinas de vapor indispensables para el pudelaje[2] del hierro. Son altas, enormes y sin una planificación urbanista proliferan sin ningún orden lógico. El humo que expulsan de las grandes chimeneas oscurecen las casas dándoles la apariencia de estar deshabitadas. Le dan también al cielo de Glasgow la constante de permanecer en tinieblas.
II
El joven Paul Samuelson ocupa su tiempo todas las mañanas en atender los reclamos de los trabajadores, lo mejor que pueda en la fundidora del señor Livingston. El día de ayer Dave Carmpton, un hombre de nueve años[3], pidió que se le cambiara de turno.
—Señor Samuelson el día de hoy termine mi jornada a las tres de la madrugada y como sabrá a esa hora le es imposible a uno volver a casa, más aun alguien como yo que vivo a cuatro millas y le temo —confeso con vergüenza fijando sus ojos en el endurecido suelo—, a la oscuridad de la noche. He tenido que dormir en el suelo sobre un viejo mandil de herrero y me he tenido que cubrir tan solo con mi chaqueta.
—Lamento que su petición no pueda ser atendida, señor... —el joven Paul Samuelson revisa de arriba hacia abajo con el índice el Libro Mayor en busca del nombre y apellido del peticionario; marcando la primera cruz al lado del nombre de Carmpton: “Cuando sumen tres será despedido”.
A menudo la rutina se repite. El obrero en cuestión alega una mejora en sus condiciones laborales, pero él siempre responde: Lamento que su petición no pueda ser atendida señor. En el fondo no es mala persona, necesita el empleo que es el de encargarse del programa de quejas. Fue idea del señor Livingston como un modo de hacerle creer a sus trabajadores de ser él un preocupado burgués que vela por su bienestar. Hace seis meses que trabaja en la fundidora del señor Livingston. Se encarga también de llevar las cuentas, de hacer los pagos, de inventariar todo aquello que pueda anotarse con un nombre, incluso pequeñas aristas de hierro que se cuelan en las agujereadas botas de los obreros. Todas las noches cuando sube los escalones que conducen a la oficina del señor Livingston, para entregarle el número exacto de barretas de hierro fabricadas en el día, recuerda mientras pisa el primero de los escalones, que rechina tanto como los dientes del joven Dave Carmpton cuando se queda a dormir en la fábrica, la razón de porque sus días se tornaron miserables en Glasgow. Dos años antes cursaba, gracias a una beca obtenida por mediación de su tutor, el señor Hallward, el segundo año de Leyes en la Universidad de Sangley, cerca a la localidad de Memshauder. Meses después el señor Hallward caería en desgracia al ser llevado a prisión por evasión tributaria. Sus bienes fueron confiscados y toda remota idea de heredarlo también. Las autoridades de la Universidad de Sangley vieron con malos ojos su permanencia y buscaron un pretexto para expulsarlo sin que esta razón sea vista como arbitraria e injusta y a la vez inapelable. Lo recordaba claramente porque los gritos de la señora Farlow, la vieja conserje de la Universidad de Sangley, aún resuenan en su memoria como los pretéritos acordes de un atabal primitivo.
III
Aquella noche estudiaba un manual de Carrara sentado en la silla que me heredó el anterior becario Thomas Mendiwelson: un muchacho escocés con barba roja, hálito a ron y colonia de roble en los sobacos. Por costumbre montañesa continuamente masticaba tabaco indio; imitaba en su rutina tanto a las reses que se le empezó a conocer como el rumiante rojo. Siempre mostraba orgulloso sus dientes de perro al reír, sus caninos superiores eran como dos estalactitas que cuelgan del techo de una cueva y ambarina debido al sarro.
Dos días antes de ahorcarse había concluido con el pintado de un lienzo, según él representaba la gallarda figura de su padre: un hombre maduro con barba roja y cejas gruesas, en los labios aprisiona una pipa tunecina, mientras se balancea en una mecedora de mimbre, y con los pies desnudos acaricia el lomo de un gato que intenta arañárselos. He observado muchas veces el cuadro desde diversos ángulos con la luz del sol y de la luna: es fantástico. Los trazos son firmes y bien pensados, y sorprende que el joven Mendiwelson alcanzara un nivel cercano al experto para el primer cuadro que hiciera, más aun, si jamás llevara estudio alguno en su natal Rambrisch. ¿El por qué un joven como Thomas Mendiwelson se mataría a los 21 años cuando descubría su verdadera vocación? Fue un misterio que ni el más veterano de los alquimistas pudiera develar, pues los misterios que encerramos en la mente no se aprisionan con rejas ni con llaves, ni esperan los conjuros de medianoche. Ni el paladar de Polifemo[4] podría decirnos a que sabe la mente de los hombres. Para esto es necesario solo decir: TE ENTIENDO. Esa es la clave. Te pude haber entiendo Mendiwelson a pesar que nos separa la distancia de siglos. Y no imaginas cuanto. ¿Cómo pude haberte entendido si me hubieras contado que muchas veces te sentiste diferente al lado de tus compañeros de estudios? ¿Cómo te hubiera apoyado cuando todos —porque fueron todos— te decían que carecías de talento? El talento lo tuviste siempre, solo necesitabas escucharlo, ¡escucharte! Pero te equivocabas siempre. Siempre esperaste escucharlo de tus padres, pero no fue así. De tus hermanos… Esperaste escucharlo de tu primera enamorada, pero ella nunca te lo dijo; tampoco lo hizo la segunda, de la cual te gustaron sus bellos ojos cafés; de la tercera nunca esperaste nada y hasta el último segundo de vida, mientras esperabas que tu cuello se rompiera (la especie humana, el animal más “racional” por antonomasia, valora o aprende a valorar más la vida cuando esta ya está concluyendo); y, los músculos de tu cuerpo se contraían, te preguntabas: ¿por qué me habría enamorado yo de ella?; y de la última ya no alcanzaste a pensar nada: la última resistencia de las vertebras de tu cuello finalmente cedían al peso de tu cuerpo.
Días después el rector de Sangley emitió un breve comunicado lamentando la muerte del perturbado Mendiwelson; pero omitiendo el suicidio por razones institucionales:
Es mi deber informar a la comunidad universitaria la lamentable pérdida física del becario Thomas Mendiwelson, en circunstancias aún no del todo esclarecidas. Rogamos que la piadosa mano de Nuestro Altísimo Señor recoja su alma inmortal…
Su habitación fue clausurada en espera de un nuevo becario, ignaro de todos los sucesos narrados. Tres años después, para el 19 de agosto, la ocuparía el joven Paul Samuelson.
El joven Samuelson no tuvo problemas en adaptarse al entorno universitario. Al mostrársele su recámara alabo el buen gusto de su antecesor para decorarla con aquel cuadro y que haya “olvidado” llevarse la silla, un velador y el esqueleto de la cama, por lo que, al menos, a su llegada, la encontró modestamente amueblada. Académicamente no era rentable. Se distraía fácilmente: la caída de un papel manchado de tinta; el vuelo distraído de una paloma estrellándose contra la ventana; Fergus, un amigo suyo, levantando el papel manchado y alcanzándoselo a Graham y éste a su vez prestándole una lapicera a Ulysses. Kensou Kobayashi, becario del imperio japonés, anotando la clase en ideogramas y Ferris Wallace aprovechando las aburridas clases de Historia jurídica en dibujar a los “salvajes” de los virreinatos españoles en papel amarillo.
En una noche clara de abril, Samuelson estudiaba un manual de Carrara sentado en la silla; descansaba el libro en el triángulo formado por sus piernas y a cada momento releía un mismo capítulo debido a que las luces de los cirios continuamente se apagaban a causa de una ligera brisa. En el corredor se oían tardos pasos y algunos tropezones. “Seguramente Kobayashi caminando sonámbulo otra vez”, pensó. La alcoba no había sufrido muchos cambios, le gustaba tal como se la habían entregado y a pesar que Mr. Hallward le ofreciera el tapizado de las paredes la rechazo.
Como en noches anteriores de inalterable soledad le gustaba dar un paseo por el corredor principal y si la puerta que quedaba al final de éste se encontraba abierta, bogaba hacia el patio para recostarse en una de las banquetas hasta que el frio resplandor de la Luna le cambie la expresión, solo entonces regresaría a su aburrida celda en espera del nuevo amanecer de un día odiosamente programado.
Se encontraba a dos pasos de la puerta que le permitía el acceso al patio cuando percibió un suave y desmayado olor a azucenas húmedas. Sus sentidos se estimularon febrilmente y ya no escuchaba más que los latidos del corazón. Un vaho surgió a través de una puerta mal cerrada; su olfato se aguzo como de un sabueso y lo ayudo a explorar a tientas, con los dedos, de puerta en puerta, en el laberinto de su imaginación. Cuando finalmente creía que iba a dar con la puerta un débil rastro balsámico lo tutelaba hacia la siguiente. Ignoraba el tiempo transcurrido, pero no tenía intenciones de declinar la búsqueda. En la mitad del dédalo creyó presionar un artificio con los pies y abrirse ante él un gran muro de piedra. Entro. Respiro la atmósfera y espero a que sus ojos se acostumbren a la oscuridad y cuando esto sucedía las formas se aclararon para él. Reconoció el lugar como un hermoso serrallo de sultán. Las paredes estaban forradas de delicada muselina y por donde mirase leía el nombre Helena bordado en hilos de plata. Sobre un gran lecho de rosas, tendida boca abajo, una helena[5] dormía. Su respiración emanaba un delicado y desmayado olor a azucenas húmedas. Su cuerpo exquisito, de muslos vermiformes, se cubría tan solo con flecos de muselina y uno de ellos cómodamente descansaba en su hendidura de durazno.
IV
Paul Samuelson era víctima de un estado similar al de los sueños (técnicamente el llamado estado oneroide: en donde el sujeto vive con gran nitidez, intensidad y realidad). Si una voz amiga lo hubiera despertado quizá las autoridades de Sangley no hubieran encontrado otro modo de expulsarlo.
¿Y quién era la helena de su alterada conciencia?
Era la hija mayor de la señora Farlow: una joven de caderas vigorosas, con bondad y rectitud en el espíritu; de no haberse enterado después de su nombre Paul Samuelson la habría llamado Bella; yo la llame Sibyl.
***
“Sibyl, apareces como la pasiflora[6] que crece a lo lejos
Y que en mi cuello se enreda hasta romperlo.
Naces de mí cada noche mientras duermo y me transmites la última estrella que completa el cielo.”
***
¿Por qué Sibyl dormía aquella noche en una habitación reservada solo a estudiantes?
— Señora Farlow (mujer de cincuenta años, alta y ligeramente encorvada con pecas en las manos y el rostro): Mi hija solo llego a ayudarme en la lavandería; la vi con mal semblante y no quise que me ayudara; pero ella insistió: ¿entiende? “Mamá déjame hacerlo”, dijo. Me ayudo en la lavandería con las sábanas y a tenderlas en los cordeles del patio. El contacto con el agua helada debió hacer que le suba la temperatura… quise que descansara en la única habitación desocupada que quedaba.
—Sibyl Farlow (bella joven de veintidós años: tez blanca, ojos negros, cabello largo y ondeado y de rostro armoniosamente simétrico; lo olvidaba: un acento encantador y una sonrisa que deja ver el cerco de sus dientes): Ayudo a mamá los días miércoles y sábados. Los otros días me ocupo de mis hermanos. Ya me sentía indispuesta cuando llegue, pero no quería que mamá hiciera sola todo. Ya no es joven y le tiemblan las manos cuando trabaja demasiado. Mamá me dijo que descansara en aquella habitación hasta que ella terminara de secar la ropa en la estufa.
¿Y si solo quería que descansara por qué permaneció en ella hasta muy entrada la noche?
—Sra. M.: Olvide despertarla porque estaba ocupada con el secado de la ropa.
¿Después?
—Sra. M.: Me quede dormida en la banqueta del patio.
¿Recuerda la hora en que despertó?
—Sra. M.: Alrededor de las tres de la madrugada. No lo recuerdo bien.
V
¿Qué hizo Ud. después de entrar en la habitación? ¿Lo recuerda?
—Paul Samuelson (Estudiante de leyes de veintiún años, cabello ondulado y negro): ¿Me puedo retirar? Ustedes pierden su tiempo y pierden el mío también. Si tienen que acusarme haré del destinatario correcto. Todos los cargos son míos y si el número no los satisfizo los ayudare a conjeturar cuales podrían aumentar la cuenta. Ya hice mis descargos y no tiene sentido prolongar más éste estúpido interrogatorio.
¡Usted circunscríbase a responder a nuestras preguntas y le prometemos que terminaremos lo antes posible! ¡Bien! ¿Qué hizo Ud. después de entrar en la habitación? ¿Lo recuerda?
Paul Samuelson lo recordaba claramente. Como no recordarlo… no era lo mismo como recordar el primer llanto, el primer beso o la primera vez que hacemos el amor (siempre tan embarazoso este último); pero era un recuerdo tibio, húmedo y transparente como cuando degustamos el paladar de nuestra segunda enamorada; aquí ya aprendimos a besar y si aún no lo sabes perdona que te llame reprimido (a)…; al cerrarse mis ojos la hija de la memoria me guiaba por un sendero oscuro, yo miraba aquella sombra como se miran a las nubes de un cielo alegre: tratando inútilmente de encontrarle forma. Ciertamente el joven Paul Samuelson había despertado guiado o no por una sombra a dos pasos del cuerpo de Sibyl… ella inconscientemente se había despojado de sus ropas; quizá el requerimiento silencioso de la fiebre que la devoraba internamente.
Paul Samuelson, hombre al fin, actuó correctamente[7]: seducido por aquel suave y desmayado olor a azucenas húmedas se sentó cerca a ella acariciando su espalda con un deseo ardiente que le obligaba a suminístrale fricciones cada vez más valientes… a pesar de ello Sibyl no despertaba: un sueño de siglos la retenía.
Con las dos manos puestas sobre el cuerpo de Sibyl, Paul Samuelson, sintió que la savia de la lujuria ascendía a través de sus dedos como raíces hundidas en el cuerpo de Sibyl; era la tierra otra vez en actitud de entrega. Bendito cuerpo de mujer, hermoso como ninguno, nunca antes ni después serás tan bello como ahora. Te echare mano como lo hace un labriego que socaba la tierra, cavare en ti, con el pico en las manos expoliare tus tesoros más celados y marcaré en mi pecho tu pubis rosa, más rosa ahora…
Lamentablemente la señora Farlow interrumpiría su sueño en el patio debido a que un lepidóptero nocturno molestara uno de sus párpados con su vuelo de planeador[8]. Cuando la señora Farlow penetró en la habitación sostenía en las manos una bacía con agua fresca y una pañoleta, al encontrar a Paul Samuelson en actitudes impropias (Samuelson estaba con los pantalones remangados hasta los tobillos) lanzo un grito tan aterrador que resonó en los oídos de los demás estudiantes que dormían en aquel momento despertándolos en el acto.
Paul Samuelson corrió a través del pasadizo y logro saltar con esfuerzo una empalizada, pero no logro burlar el perímetro de la ciudad que era Sangley; ya que, las puertas estaban cerradas y el vigilante de turno aun no llegaba; lo habría forzado a que se las abriera.
Después solo recordaba ser sujetado de los hombros por numerosas manos que le asfixiaban; vi los rostros deformados por la ira de quienes lo arrastraban de vuelta al corredor: Lo golpeaban; le escupían; la frente le sangraba e inundaba sus ojos; de tener látigos lo hubieran flagelado cuarenta veces hasta que perdiera el conocimiento.
Al despertar y abrir los ojos, borrosamente reconoció una alta silueta con gabardina y sombrero de alas.
El hombre de la gabardina era el inspector de policía Herr Dolichs. Este deslizo una saboneta[9] dorada entre sus dedos, presiono el resorte de la tapa y se la acerco al rostro: “Ve que hora son. ¡Mire! Son un cuarto para las cuatro. Siéntase afortunado. La madre de la joven no presentara cargos. Dice que es suficiente con la paliza que le dieron. Pero dese por expulsado de Sangley.”
VI
¿Por qué Sibyl no despertaba?
Al parecer la madre le suministro una infusión de yerbas para dormir, siguiendo la creencia popular que la fiebre se cura guardando cama, lo cual no deja de tener asidero galénico.
¿De dónde provenía exactamente aquel suave y desmayado olor a azucenas húmedas?
Nunca se supo realmente. Al parecer Paul Samuelson solo lo imagino. Pero algunos aseguraron que aquel suave y desmayado olor a azucenas húmedas provenía de un frasco abierto dejado por algún estudiante de química.
¿Hasta qué punto avanzo Paul Samuelson en el cuerpo de Sibyl?
No se me autorizo contarles, pero es obvio, tengan un poco de imaginación.
¿Cuándo sucedió?
El 11 de febrero, día miércoles.
Capítulo II
I
A lo lejos el promontorio de la bahía de Saint Marcus se va oscureciendo bajo una niebla que la coge desde abajo como garra. Algunos albatros sobrevuelan las olas con el pico amenazante recordando a reptiles prehistóricos y pequeñísimos cangrejos con sus tenazas desproporcionadas atacan el sargazo enredado en los pilones del muelle.
Paul Samuelson desde la ventana de la oficina del señor Livingston alcanza a ver el vuelo de los albatros. Mientras que su jefe se entretiene revisando un libro con datos y números aburridos.
—La producción ha disminuido en un 5%—dijo enérgico el señor Livingston—. Sepa Usted que estas cifras me indignan. ¿No habrá abusado de las prerrogativas que le he dado?
—Claro que no, señor Livingston—respondió sorprendido el joven Paul Samuelson.
—Me lo imaginaba—dijo el señor Livingston cerrando el libro—. Yo confió en usted. Pero no confió en esta gente a la que le doy trabajo.
—¿Por qué señor?
El señor Livingston se levanta del escritorio haciendo caer papeles y se acerca caminando a la ventana con vista a la bahía. Sin duda alguna se domina no solo la bahía sino la alta torre de granito y un castillo en ruinas. Y dicen estúpidamente que la voz del pueblo es la voz de dios. Hace ya cien años que lo incendiaron los brutos de… Se… Ca… en el levantamiento…
—Es simple. Esta gente es la masa bruta, una fuerza sin norte que necesita de una mente inteligente que los guie—dijo el señor Livingston—. Dadle buen trato y te lo retribuirán con holgazanería. Esta gente solo ha nacido para obedecer y los que no… y los que no (se contuvo el señor Livingston)…
— ¿Y los que no, señor?—pregunto desconcertado el joven Samuelson.
— Están exigiendo derechos que por nacimiento le están negados. Exigen igualdad, pero desconocen los alcances de esta bellísima palabra. Creo en la igualdad y la defendería a muerte. Pero la igualdad entre mis iguales—dijo el señor Livingston dando un palmazo en la ventana, tan fuerte que desencajo una de sus lunas—. Pero que sabrán de igualdad estos brutos que no saben más que rumiar las palabras. Yo no tengo ningún respeto por quien no haya leído a Aristóteles[10], mucho menos los que con gran esfuerzo se les hace difícil escribir su nombre. Tampoco creo en las democracias con voto universal… Yo no sé cuántos libros he leído a lo largo de mi vida, pero mi voto valdría lo mismo que el voto de un hombre que desconozca el significado de esta última palabra.
—Bueno, al menos es un error posible de enmendar—dijo el joven Paul Samuelson con claras intenciones de congraciarse con lo dicho por el señor Livingston.
—Eso es. Un error posible de enmendar. En todo caso se podría experimentar en América (sonrió el señor Livingston).
II
P A L A B R A… materialización de los pensamientos, concretización, conjunto armonioso de silabas, sonido articulado… la palabra de Dios… no… dijo solo palabra… quien no conoce su significado es un pobre imbécil… pero no todos tenemos las mismas oportunidades… Como Dave Carmpton, pobre niño, solo nueve años y ya tiene que trabajar. El día de ayer le convide pastel de carne; no espero a que le alcance un tenedor para comerlo; guardo la mitad para su hermana menor… yo le di la mía para que se la dé a ella y el pueda acabarse la suya. Fue cuando dijo: “Mañana ya no tendré que preocuparme por comprar algo que comer, sabe porque, mamá nos enseño a mi hermana y a mí que es una mala costumbre querer comer todos los días”. Cuando se es niño se dicen muchas cosas sin pensar, pero sin dejar de lado el ingenio: MALA COSTUMBRE QUERER COMER TODOS LOS DÍAS. Me hizo reír el día de ayer que fue ocho de noviembre; yo cumplo años los ocho de este mes. Casi lo había olvidado cuando desperté…, para celebrarlo compre pastel de carne… Decirle a Dave Carmpton que si sigue respirando todo el humo de las calderas no crecerá, no creo que le preocupe. Quizá también me responda que crecer mucho es una mala costumbre. Lástima que no pueda cambiarle de turno como quiere. A pesar de su madurez sigue siendo un niño: le teme a la oscuridad… a los árboles fantasmales que su mente cultiva a lo largo de las cuatro millas hasta su casa. Pequeña y húmeda. Lo son todas así en Villa Progress, dibujadas con el mismo lápiz y pintadas con mano ociosa… Las personas en Glasgow suelen ser de oídos duros, pero yo siempre disfruto escuchando a los demás… aunque algunas veces haya visto a los demás por encima del hombro, sé muy bien que es una estupidez… estoy tratando de cambiar, lo estoy tratando… Hubo un escritor español, me parece que fue Cela, quien escribió una vez que todos los hombres venimos al mundo del mismo modo, en cueros[11], pero es el destino quien nos va variando como si fuésemos de cera y conduciéndonos inexorablemente hacia el mismo fin: la muerte[12]. Y tenía razón.
Todas las mañanas me siento como el verdugo de Dave Carmpton, Carl Blackwood, James Grose, John Dess… el verdugo de todos los que trabajan en esta maldita fundidora... Es curioso, pero si uno desciende por la colina se percatara de que lo irá haciendo en forma circular, hasta llegar a la fundidora del señor Livingston. Es como el infierno de Dante: un cono invertido en cuyo centro Lucifer espera hambriento con sus alas de murciélago congeladas. Un infierno distinto a este… aquí quemamos a los inocentes, hace algunos meses dos jóvenes murieron en un terrible accidente cuando el contenido de las calderas se rebalsó. Uno de ellos murió con la boca horriblemente deformada como la silueta de un murciélago de alas extendidas. El segundo no aguanto más de dos días. Gracias al cielo. Algunas veces la muerte resulta la mejor medicina ante el dolor. El señor Livingston pago a cada viuda tres libras y cuatro peniques. Como si eso bastara.
Sé que me odian, pero por qué odiarme. Al igual que ellos yo también realizo un trabajo, quizá envidien la comodidad del mío. Mas solo es porque poseo competencias administrativas. Debo de cuidarme de ellos. He oído que Carl Blackwood esta instigando a los demás en mi contra. Solo trabajare hasta el 20 de noviembre, no más, posiblemente el señor Livingston me pida que lo reflexione mejor, que otro trabajo como este no encontrare… pero no importa… ahora ya nada me importa. Como si el dinero lo fuera todo. Malditos burgueses creen tener la razón tan solo porque revientan de dinero y de indigestión. Porque pasean por el Boulevard de los Ricos con criados que les carguen los sombreros si no hace sol, pero, eso sí, nunca dejan de repiquetear en la vereda la punta de sus bastones porque les da estatus y el estatus y el qué dirán es el néctar del cual se alimentan todos los días.
III
Una semana después los lirios silvestres despertaron más perfumados. En la ribera del Ruhr las tuberosas, con pétalos en forma de lágrima, se amarillan con el sol de la mañana. El día nace azul y silencioso y por un momento, tan solo por un momento, si se cierra los ojos y se libera la mente se pueden escuchar los sonidos que el mundo guarda.
El joven Paul Samuelson acababa de cerrar los ojos cuando tuvo que abrirlos para atender la queja del joven Dave Carmpton quien por segunda vez exigía el cambio de horario. Paul Samuelson tan solo respondió y actuó como se le había indicado, marcando la segunda cruz al lado del nombre de Carmpton. La penúltima cruz: con la tercera lo despediré.
Lejanos estaban los días en los que recordaba su paso por Sangley. Peregrino un tiempo por Memshauder con la esperanza de ser admitido por alguna universidad, pero sin éxito y ya sin recursos decidió regresar a su natal Rambrisch, pero al no encontrar empleos dignos y bien remunerados se traslado a la vecina Glasgow. El presentarse como un eficiente administrador no resulto en las numerosas fundidoras cuyos propietarios no le prestaban la menor atención. Sin dinero y desesperado la idea del suicidio transitaba por primera vez en su vida.
Se le informó que descendiendo por una colina, donde antes una torre y un castillo se erguían, una nueva fundidora se había construido y que requería constantemente de obreros y que quizá el dueño, un oscuro burgués del que nada se conocía salvo que provenía al igual que Samuelson de Rambrisch, se interesaría en contratarlo como administrador pues el número de sus empleados aumentaba diariamente al igual que la demanda del hierro forjado. Erase el apogeo de la primera revolución industrial. Glasgow pasó de ser en pocos años una villa de pequeños terratenientes al arquetipo de ciudad industrial que las demás villas se esforzaban por imitar. Por primera vez se empezaron a construir edificios que superaban los cuatro niveles por el empleo de barretas de hierro en los postes y dinteles. Gracias al Ruhr las fábricas no tuvieron que canalizar el agua del Versch. La población aumento considerablemente por la migración, así como las ratas y las epidemias que el departamento de sanidad se encargaba periódicamente en controlar. Las calles se tugurizaron por mercadillos informales y era común el aniego por el rebalse de las cloacas. Las ratas y los niños fruteros aprovechaban el caos.
Paul Samuelson llego a la fundidora Livingston un jueves por la mañana. Preocupado no estaba. Se sincero. Si, es verdad. Pregunte por el señor Livingston pero unas diligencias de algunas horas lo mantendrían alejado de la fundidora hasta el atardecer. Decidí esperarlo a un lado de las escaleras que conducían a su oficina. A primera vista podía ver que mis servicios le serian ventajosos. Los obreros más experimentados empleaban más tiempo del necesario en aleccionar a los nuevos y esto hacia que descuidaran el correcto pudelaje del hierro. Otros holgazaneaban a falta de un supervisor y uno que otro era un obrero ineficiente que merecía el despedido.
El señor Livingston llego a la hora del té. Vestía su acostumbrado capote azul y sombrero de copa alta. Le tomo más trabajo del necesario salir del carruaje; pues me había luxado el tobillo hace dos días mientras bajaba las escaleras de la oficina. La primera impresión que se figuro Samuelson fue la de un burgués como cualquier otro, es decir, obsequioso con los suyos, pero de trato desigual y duro contra quien no era digno de merecer su respeto.
Capítulo II
I
A lo lejos el promontorio de la bahía de Saint Marcus se va oscureciendo bajo una niebla que la coge desde abajo como garra. Algunos albatros sobrevuelan las olas con el pico amenazante recordando a reptiles prehistóricos y pequeñísimos cangrejos con sus tenazas desproporcionadas atacan el sargazo enredado en los pilones del muelle.
Paul Samuelson desde la ventana de la oficina del señor Livingston alcanza a ver el vuelo de los albatros. Mientras que su jefe se entretiene revisando un libro con datos y números aburridos.
—La producción ha disminuido en un 5%—dijo enérgico el señor Livingston—. Sepa Usted que estas cifras me indignan. ¿No habrá abusado de las prerrogativas que le he dado?
—Claro que no, señor Livingston—respondió sorprendido el joven Paul Samuelson.
—Me lo imaginaba—dijo el señor Livingston cerrando el libro con firmeza—. Yo confió en usted. Pero no confió en esta gente a la que le doy trabajo.
—¿Por qué señor?
El señor Livingston se levanta del escritorio haciendo caer papeles y se acerca caminando a la ventana con vista a la bahía. Sin duda alguna se domina no solo la bahía sino la alta torre de granito y un castillo en ruinas. Y dicen estúpidamente que la voz del pueblo es la voz de dios. Hace ya cien años que lo incendiaron los brutos de… Se… Ca… en el levantamiento…
—Es simple. Esta gente es la masa bruta, una fuerza sin norte que necesita de una mente inteligente que los guie—dijo el señor Livingston—. Dadle buen trato y te lo retribuirán con holgazanería. Esta gente solo ha nacido para obedecer y los que no… y los que no (se contuvo el señor Livingston)…
— ¿Y los que no, señor?—pregunto desconcertado el joven Samuelson.
— Están exigiendo derechos que por nacimiento le están negados. Exigen igualdad, pero desconocen los alcances de esta bellísima palabra. Creo en la igualdad y la defendería a muerte. Pero la igualdad entre mis iguales—dijo el señor Livingston dando un palmazo en la ventana, tan fuerte que desencajo una de sus lunas—. Pero que sabrán de igualdad estos brutos que no saben más que rumiar las palabras. Yo no tengo ningún respeto por quien no haya leído a Aristóteles, mucho menos los que con gran esfuerzo se les hace difícil escribir su nombre. Tampoco creo en las democracias con voto universal… Yo no sé cuántos libros he leído a lo largo de mi vida, pero mi voto valdría lo mismo que el voto de un hombre que desconozca el significado de esta última palabra.
—Bueno, al menos es un error posible de enmendar—dijo el joven Paul Samuelson con claras intenciones de congraciarse con lo dicho por su jefe.
—Eso es. Un error posible de enmendar. En todo caso se podría experimentar en América (sonrió el señor Livingston).
II
P A L A B R A… materialización de los pensamientos, concretización, conjunto armonioso de silabas, sonido articulado… la palabra de Dios… no… dijo solo palabra… quien no conoce su significado es un pobre imbécil… pero no todos tenemos las mismas oportunidades… Como Dave Carmpton, pobre niño, solo nueve años y ya tiene que trabajar. El día de ayer le convide pastel de carne; no espero a que le alcance un tenedor para comerlo; guardo la mitad para su hermana menor… yo le di la mía para que se la dé a ella y el pueda acabarse la suya. Fue cuando dijo: “Mañana ya no tendré que preocuparme por comprar algo que comer, sabe porque, mamá nos enseño a mi hermana y a mí que es una mala costumbre querer comer todos los días”. Cuando se es niño se dicen muchas cosas sin pensar, pero sin dejar de lado el ingenio: MALA COSTUMBRE QUERER COMER TODOS LOS DÍAS. Me hizo reír el día de ayer que fue ocho de noviembre; yo cumplo años los ocho de este mes. Casi lo había olvidado cuando desperté…, para celebrarlo compre pastel de carne… Decirle a Dave Carmpton que si sigue respirando todo el humo de las calderas no crecerá, no creo que le preocupe. Quizá también me responda que crecer mucho es una mala costumbre. Lástima que no pueda cambiarle de turno como quiere. A pesar de su madurez sigue siendo un niño: le teme a la oscuridad… a los árboles fantasmales que su mente cultiva a lo largo de las cuatro millas hasta su casa. Pequeña y húmeda. Lo son todas así en Villa Progress, dibujadas con el mismo lápiz y pintadas con mano ociosa… Las personas en Glasgow suelen ser de oídos duros, pero yo siempre disfruto escuchando a los demás… aunque algunas veces haya visto a los demás por encima del hombro, sé muy bien que es una estupidez… estoy tratando de cambiar, lo estoy tratando… Hubo un gran hombre que escribió una vez que todos los hombres venimos al mundo del mismo modo, en cueros, pero es el destino quien nos va variando como si fuésemos de cera y conduciéndonos inexorablemente hacia el mismo fin: la muerte. Y tenía razón.
Todas las mañanas me siento como el verdugo de Dave Carmpton, Carl Blackwood, James Grose, John Dess… el verdugo de todos los que trabajan en esta maldita fundidora... Es curioso, pero si uno desciende por la colina se percatara de que lo irá haciendo en forma circular, hasta llegar a la fundidora del señor Livingston. Es como el infierno de Dante: un cono invertido en cuyo centro Lucifer espera hambriento con sus alas de murciélago congeladas. Un infierno distinto a este… aquí quemamos a los inocentes, hace algunos meses dos jóvenes murieron en un terrible accidente cuando el contenido de las calderas se rebalsó. Uno de ellos murió con la boca horriblemente deformada como la silueta de un murciélago de alas extendidas. El segundo no aguanto más de dos días. Gracias al cielo. Algunas veces la muerte resulta la mejor medicina ante el dolor. El señor Livingston pago a cada viuda tres libras y cuatro peniques. Como si eso bastara.
Sé que me odian, pero por qué odiarme. Al igual que ellos yo también realizo un trabajo, quizá envidien la comodidad del mío. Empero solo es porque poseo competencias administrativas. Debo de cuidarme de ellos. He oído que Carl Blackwood esta instigando a los demás en mi contra. Solo trabajare hasta el 20 de noviembre, no más, posiblemente el señor Livingston me pida que lo reflexione mejor, que otro trabajo como este no encontrare… pero no importa… ahora ya nada me importa. Como si el dinero lo fuera todo. Malditos burgueses creen tener la razón tan solo porque revientan de dinero y de indigestión. Porque pasean por el Boulevard de los Ricos con criados que les carguen los sombreros si no hace sol, pero, eso sí, nunca dejan de repiquetear en la vereda la punta de sus bastones porque les da estatus y el estatus y el qué dirán es el néctar del cual se alimentan todos los días.
III
Una semana después los lirios silvestres despertaron más perfumados. En la ribera del Ruhr las tuberosas, con pétalos en forma de lágrima, se amarillan con el sol de la mañana. El día nace azul y silencioso y por un momento, tan solo por un momento, si se cierra los ojos y se libera la mente se pueden escuchar los sonidos que el mundo guarda. Pero todo es falso, porque pronto la luz se ira, las flores perderán su color y se apagaran en un proceso inexorable como es la muerte. Al igual que las flores, también nosotros nos marchitaremos y moriremos. Unos antes que otros.
El joven Paul Samuelson acababa de cerrar los ojos cuando tuvo que abrirlos para atender la queja del joven Dave Carmpton quien por segunda vez exigía el cambio de horario. Paul Samuelson tan solo respondió y actuó como se le había indicado, marcando la segunda cruz al lado del nombre de Carmpton. La penúltima cruz: con la tercera lo despediré.
Lejanos estaban los días en los que recordaba su paso por Sangley. Peregrino un tiempo por Memshauder con la esperanza de ser admitido por alguna universidad, pero sin éxito y ya sin recursos decidió regresar a su natal Rambrisch, pero al no encontrar empleos dignos y bien remunerados se traslado a la vecina Glasgow. El presentarse como un eficiente administrador no resulto en las numerosas fundidoras cuyos propietarios no le prestaban la menor atención. Sin dinero y desesperado la idea del suicidio transitaba por primera vez en su vida.
Se le informó que descendiendo por una colina, donde antes una torre y un castillo se erguían, una nueva fundidora se había construido y que requería constantemente de obreros y que quizá el dueño, un oscuro burgués del que nada se conocía salvo que provenía al igual que Samuelson de Rambrisch, se interesaría en contratarlo como administrador pues el número de sus empleados aumentaba diariamente al igual que la demanda del hierro forjado. Erase el apogeo de la primera revolución industrial. Glasgow pasó de ser en pocos años una villa de pequeños terratenientes al arquetipo de ciudad industrial que las demás villas se esforzaban por imitar. Por primera vez se empezaron a construir edificios que superaban los cuatro niveles por el empleo de barretas de hierro en los postes y dinteles. Gracias al Ruhr las fábricas no tuvieron que canalizar el agua del Versch. La población aumento considerablemente por la migración, así como las ratas y las epidemias que el departamento de sanidad se encargaba periódicamente en controlar. Las calles se tugurizaron por mercadillos informales y era común el aniego por el rebalse de las cloacas. Las ratas y los niños fruteros aprovechaban el caos.
Paul Samuelson llego a la fundidora Livingston un jueves por la mañana. Preocupado no estaba. Se sincero. Si, es verdad. Pregunte por el señor Livingston pero unas diligencias de algunas horas lo mantendrían alejado de la fundidora hasta el atardecer. Decidí esperarlo a un lado de las escaleras que conducían a su oficina. A primera vista podía ver que mis servicios le serian ventajosos. Los obreros más experimentados empleaban más tiempo del necesario en aleccionar a los nuevos y esto hacia que descuidaran el correcto pudelaje del hierro. Otros holgazaneaban a falta de un supervisor y uno que otro era un obrero ineficiente que merecía el despedido.
El señor Livingston llego a la hora del té. Vestía su acostumbrado capote azul y sombrero de copa alta. Le tomo más trabajo del necesario salir del carruaje; pues me había luxado el tobillo hace dos días mientras bajaba las escaleras de la oficina. La primera impresión que se figuro Samuelson fue la de un burgués como cualquier otro, es decir, obsequioso con los suyos, pero de trato desigual y duro contra quien no era digno de merecer su respeto.
Capítulo III
I
El cadáver de Dave Carmpton fue hallado flotando en el Ruhr la mañana del 19 de noviembre de 176..., su pequeña presencia se había extinguido. Sus manos se aclararon aun mas, su rostro congelado se asemejaba a la de un querubín estrellado en la tierra. Su infortunio fue intentar regresar a su hogar bajo el ataque de una intensa tormenta de nieve. Sin embargo, lejos de afear, la blanca nieve en Glasgow solía ser recibida con agrado por los ciudadanos. La nieve cubría con su manto las miserias. Maquillaba las casas cubriendo sus ennegrecidas paredes y tejados. La fetidez acostumbrada por el rebalse de las cloacas disminuía así como el número de ratas. Para los ricos era momento de vestir sus mejores pieles. La nieve al mediodía dotaba de mayor luz a una ciudad acostumbrada a vivir en tinieblas a causa de las chimeneas de las fábricas. Aquella mañana Glasgow despertó aletargada por las bajas temperaturas.
Los obreros, indignados por la muerte del pequeño compañero, con Carl Blackwood a la cabeza, tomaron el control de la fundidora. El jefe de la policía metropolitana, Ulysses Brave, intento inútilmente llegar a un acuerdo con ellos.
II
—Ulisses Brave (un típico agente al servicio de la sociedad): Los obreros de la fundidora Livingston se atrincheraron dentro de esta. Habían tomado como rehén al administrador bajo serias amenazas de asesinarle si el señor Livingston no accedía a sus petitorios. ¡Era imposible! Aquellos exigían derechos impensables, vivían y bebían de su propia entelequia. Buscar que un burgués como el señor Livingston accedería a tan solo uno de sus reclamos. Para empezar el joven murió fuera de la fábrica, por lo mismo, el señor Livingston no estaba obligado a indemnizarle a la madre de este. Moralmente quizá, pero ¿quién se deja guiar por el camino correcto que es obedecer a la moral? Al inicio, debo reconocerlo, sus peticiones eran del todo comprensibles. Se tendría que ser rígido como el hierro mismo con el que trabajan para no reconocer las condiciones en las que vivían.
—¿Murieron 24 obreros?
—U. B.: Así es, hubo que usar la fuerza pública. Entienda que no se pudo negociar después que provocaran la muerte del señor Samuelson asfixiándolo con las emanaciones de la caldera.
— Señor Livingston (Dueño de la fundidora, hombre adinerado y respetado. Luce el cabello encanecido como todo hombre que sobrepasa los 60 años. Lleva una pretina dorada con la hebilla enmarcada con sus iníciales de esta forma: C.L.): Apoye con energía el proceder del señor jefe de la policía metropolitana. La misma energía con la que construí mi fortuna. Usted debe saber que nadie me regalo a mi nada. Cada posesión que tengo es producto de mi esfuerzo. Si buscan ser como yo, solo hay un camino a elegir: el trabajo duro. Póngase en mi lugar. ¿Cómo reaccionaría si le intentaran quitar lo que por derecho propio se lo gano?
—No le importo la vida de su empleado. El señor…
—S.L.: Dígame una guerra en la que no hubo una muerte que lamentar. Desafortunadamente la vida que se perdió fue la del joven Samuelson. La guerra contra los desposeídos que buscan reivindicaciones negadas por la razón y la naturaleza continuara después de mí. Es el destino de los que nacieron al otro lado del rio…
El señor Livingston hace una pausa, parece confundirse con sus palabras, se toma su tiempo para ordenarlas y continuar:
—S.L.: Sentía un aprecio por el joven Samuelson, me reconocía en él. ¿Alguna vez ha sentido lo mismo? Entonces no ha vivido lo suficiente. Usted no es quien para juzgarme. Me marcho.
—Carl Blackwood (obrero de cuarenta años. De manos callosas y hombros desnivelados): ¿Tiene tabaco?
—Lo siento, no acostumbro fumar.
—C.B.: No es importante. ¿Qué desea saber? No puedo impacientar a mis verdugos. Perdone si me adelanto. Si, no me arrepiento de nada. Le dije al presbítero lo mismo. Y se lo repito a Usted. No hay nada de lo que se pueda arrepentir un hombre honesto.
Epilogo
El joven Paul Samuelson creyó tener la boca sucia por un momento, sintió un relevo de resistencia o más bien uno de incomodidad. La noche anterior no había tenido tiempo para salir, así que habíase quedado a dormir en la fundidora. Por suerte suya, el joven Dave Capmton olvido su gruesa chaqueta.
Por la ventana del tercer piso un hombre a viva voz grito: ¡Amigos vengan, tenemos a uno de estos burgueses con nosotros!
Una vez más, aun sin despertar del todo, el joven Paul Samuelson creyó vivir con escalofriantes detalles esa pesadilla llamada Sangley. Sintió ser sujetado por numerosas manos; sin embargo, aquellos rostros deformados ya no parecían extraños, reconocía muchos de ellos. Podría incluso llamar a cada uno por su nombre. Si, al menos cada uno de ellos tenía una cruz marcada en el libro.
Se le sentó y amarro a una silla. El obrero de los hombros desnivelados, Carl Blackwood, le pregunto:
—Esa chaqueta que lleva puesta, ¿sabe de quién es?
—Paul Samuelson (un ex estudiante de leyes de veinticuatro años, cabello ondulado y negro): Creo saber de quién.
—C. B.: Le perteneció a Dave Carmpton. Esta mañana lo encontraron muerto.
Paul Samuelson exhalo una bocanada de aire helado. Miro a sus captores con ojos complacientes, para decir:
— “Todos los niños tienen derecho a soñar, solo que a mí se me despertó antes de tiempo”, me dijo antes de despedirse. Ahora finalmente sueña, dejadle así.
Fin
JCDM
[3] En la vieja Inglaterra, a mediados del siglo XVIII, eran común el empleo de niños en labores que hoy en día escandalizarían al más escéptico de nuestros contemporáneos. Se les contrataba con magros sueldos en las minas de carbón, donde el duro trabajo les deformaba los huesos, o en las fábricas textiles y/o fundidoras donde la escasa ventilación mermaba seriamente las vías respiratorias de los pequeños obreros. Hoy por hoy creemos (o si no creemos nos da igual) que la humanidad ha aprendido del alto costo del desarrollo (el denominado “Capitalismo salvaje”). Los Tratados de Libre Comercio (TLC) hacen siempre hincapié en la legislación laboral tanto adulta como infantil. Pero que hacen sus gobiernos (presionados por lobbys empresariales), sino acelerar la firma de los tratados comerciales sin la implementación y/o corrección de las referidas legislaciones. Es lamentable que aun existan niños-hombres como Dave Carmpton, si bien es cierto, ya no con el perfil anglosajón, pero si con el latinoamericano, asiático y africano. ¿Y, qué ha hecho la globalización? Pues inyectar el capital de las transnacionales en países “emergentes” (eufemismo de “subdesarrollados” y/o “tercermundistas”) para abaratar costos de manufactura con mano de obra barata. Es así como usamos zapatillas, cosidas con los sueños de niños vietnamitas, chinos o tailandeses, de las más reputadas marcas, que adquirimos en los exclusivos escaparates de los centros comerciales de todo el mundo. Quizá ahora en el anular de una bella joven esté siendo colocado un aro matrimonial engarzado de un precioso diamante que brilla tanto como los ojos de la novia y la sonrisa del novio, la familia celebra hasta muy entrada la noche el compromiso. Los novios descansan en cómodas camas, mas el niño “diamantero” del África seguirá trabajando y no tiene los ojos brillantes, pues ni siquiera puede parpadear, ya que los tiene fijos en el taladro y la sonrisa no es más que una entelequia. Citamos al niño minero de Puno y al niño ladrillero de Ica como ejemplos locales para no sentirnos indiferentes a la realidad. Recuerden que de niños tuvimos el derecho a soñar, no despertemos a otros antes de que cumplan con ese sueño.
[5] Helena: juego de palabras. Helena hace referencia a mujer bella y exótica o al nombre propio de mujer.
[6] Planta originaria de Sudamérica y de la India Oriental. Otros nombres con los que se la conoce son: Pasionaria o flor de la Pasión. Forma un tallo de hasta 5 m de largo, desnudo, delgado y trepador en cuya base se disponen alternas las hojas cuneiformes. Mannfried Pahlow, “El gran libro de las plantas medicinales”. Editorial Everest, pág. 390. España, 1979.
[10] En la “Política”, Aristóteles hace un recuento de la superioridad natural que es aquella que convierte a unos hombres en gobernadores y a otros en gobernados. Planteamiento lamentablemente aceptado por siglos y que justifico el gobierno de los reyes y de los nobles sobre los pueblos y que tendría su mayor apogeo en la Edad Media (época oscura que tendría su punto de quiebre con el advenimiento del Renacimiento).
[12] Leer el primer párrafo de la novela “La familia de Pascual Duarte” del nobel español Camilo José Cela. El mismo autor de “La colmena”.
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