Mujeres
sin perfume
Anabela reza arrodillada frente a
la tumba de Cristina, lleva una acostumbrada rosa blanca creciendo en sus cabellos
rubios; es tan delgada y pálida que algunas veces, enfurecido con la pequeña Abrahel, le grite llorando que debería
quedarse aquí también. ¿Por qué siempre
Anabela? Anabela, mi pequeña mariposa de sueño, tiene muchos nombres. A
mediados de febrero el verano lo es también, y, en aquel dulce atardecer, llore
cual Boabdil, cual niño que ya no
era, porque en actitud desafiante,
mirándome con esos ojos leonados intento rasgarse las muñecas con el broche de
rodio de su madre. El vestido tipo charleston
que trae puesto me hace odiarla, le queda demasiado corto y suelto. Apenas le
llega a los muslos, pero hay algo en ella, en esa mirada limpia de toda
perversidad que la torna cándida y dulce. Me recuerda tanto a “Alicia en el país de…”, con sus bucles de
oro peinados con el viento que trae la suave mañana, y yo el conejo… el conejo
del té, mejor conejo-café… esa boca suya de labios delgados que me enamora los he degustado
cual savia frutada, cual abalorio rosado relleno con múltiples sabores que
estallan sin esfuerzo con la punta de la lengua. Sus pechos discretos me enamoran aun más.
—Anabela, ya es hora de irnos. Mira
que el cielo se hace nuboso.
Sus manos permanecen juntas, no me
ha escuchado.
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