sábado, 29 de junio de 2013

Menudencias III

Mujeres sin perfume

Anabela reza arrodillada frente a la tumba de Cristina, lleva una acostumbrada rosa blanca creciendo en sus cabellos rubios; es tan delgada y pálida que algunas veces, enfurecido con la pequeña Abrahel, le grite llorando que debería quedarse aquí también. ¿Por qué siempre Anabela? Anabela, mi pequeña mariposa de sueño, tiene muchos nombres. A mediados de febrero el verano lo es también, y, en aquel dulce atardecer, llore cual Boabdil, cual niño  que ya no era,  porque en actitud desafiante, mirándome con esos ojos leonados intento rasgarse las muñecas con el broche de rodio de su madre. El vestido tipo charleston que trae puesto me hace odiarla, le queda demasiado corto y suelto. Apenas le llega a los muslos, pero hay algo en ella, en esa mirada limpia de toda perversidad que la torna cándida y dulce. Me recuerda tanto  a “Alicia en el país de…”, con sus bucles de oro peinados con el viento que trae la suave mañana, y yo el conejo… el conejo del té, mejor conejo-café… esa boca suya  de labios delgados que me enamora los he degustado cual savia frutada, cual abalorio rosado relleno con múltiples sabores que estallan sin esfuerzo con la punta de la lengua.  Sus pechos discretos me enamoran aun más.
—Anabela, ya es hora de irnos. Mira que el cielo se hace nuboso.

Sus manos permanecen juntas, no me ha escuchado. 

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